jueves, 2 de abril de 2009

Evangelium vitae. JPII (XII): el don de la Vida eterna

Como en jueves anteriores, rescato un texto de la encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II (1995), que reflexiona sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana, tema de actualidad y que no podemos dejar pasar por alto. Hoy el Papa considera el don de la vida eterna, a la cual estamos llamados todos en razón de nuestra humana naturaleza y de nuestra fe en el Salvador. El valor de nuestra vida tiene un fundamento mayor cuando en ella consideramos su finalidad, a saber, la vida eterna. Las negritas son mías. ¡Espero tus comentarios!

«Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn 11, 26): el don de la vida eterna

37. La vida que el Hijo de Dios ha venido a dar a los hombres no se reduce a la mera existencia en el tiempo. La vida, que desde siempre está «en Él» y es «la luz de los hombres» (Jn 1, 4), consiste en ser engendrados por Dios y participar de la plenitud de su amor: «A todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; el cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios» (Jn 1, 12-13).

A veces Jesús llama esta vida, que Él ha venido a dar, simplemente así: «la vida»; y presenta la generación por parte de Dios como condición necesaria para poder alcanzar el fin para el cual Dios ha creado al hombre: «El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3, 3). El don de esta vida es el objetivo específico de la misión de Jesús (cfr. Jn 6, 33. 8, 12) (...).

Todo el que cree en Jesús y entra en comunión con Él tiene la vida eterna, ya que escucha de Él las únicas palabras que revelan e infunden plenitud de vida en su existencia; son las «palabras de vida eterna» que Pedro reconoce en su confesión de fe: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69). (...).

38. Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo. El creyente hace suyas las palabras del apóstol Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (...). Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3, 1-2).

Así alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. (...).

De aquí derivan unas consecuencias inmediatas para la vida humana en su misma condición terrena, (...). Si el hombre ama instintivamente la vida porque es un bien, este amor encuentra ulterior motivación y fuerza, nueva extensión y profundidad en las dimensiones divinas de este bien. En esta perspectiva, el amor que todo ser humano tiene por la vida no se reduce a la simple búsqueda de un espacio donde pueda realizarse a sí mismo y entrar en relación con los demás, sino que se desarrolla en la gozosa conciencia de poder hacer de la propia existencia el «lugar» de la manifestación de Dios, del encuentro y de la comunión con El. La vida que Jesús nos da no disminuye nuestra existencia en el tiempo, sino que la asume y conduce a su destino último: «Yo soy la resurrección y la vida (...); todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn 11, 25.26).

En Barcelona, a 2 de abril de 2009.

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