Este fin de semana participo en el XX Congreso Católicos y Vida Pública, organizado por la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP) y la Fundación Universitaria San Pablo CEU (FUSP-CEU).
Esta edición, en resonancia con el Sínodo de obispos dedicado a los jóvenes, se dedica a la reflexión sobre el papel de los jóvenes en la sociedad actual bajo el título: FE EN LOS JÓVENES.
Incluyo a continuación un breve resumen de mi exposición: ¿Fe en los jóvenes?: ¡razones de viejos! Una versión extendida aparecerá próximamente publicada. Siempre se agradecerán los comentarios. Me sé un enano a hombros de gigantes.
Nuestra sociedad
contemporánea actual tiende a enfrentar “gratuitamente” el valor de dos fuerzas que, si se
atiende a lo que evidencia y enseña la experiencia histórica de los últimos siglos,
conjuntamente conforman un motor ‒un
tándem‒ imparable de
oportunidades. Me refiero al artificial “combate” que
las filosofías de “la sospecha”
buscan torpemente forzar entre la juventud y la
ancianidad, entre lo novedoso y lo viejo... un choque que al friccionar enraíza con una dialéctica de mayor
profundidad, a saber: el
diálogo entre progreso y tradición, y en definitiva, entre fe y razón.
Ciertamente, considero que la razón de ser de la
tradición radica en el progreso. Es decir, que sin progreso no
puede existir tradición, y viceversa. Lo expreso de otra manera: conforme la naturaleza de la persona humana, lo normal y sensato es que la ancianidad proyecte sus
esperanzas y mejores anhelos en la juventud, mientras
que, por otro lado, lo normal y sensato es que los jóvenes depositen confiadamente sus
incertidumbres en sus mayores. ¿Qué quiero manifestar aquí? Que la
juventud y la ancianidad, que progreso y tradición, en absoluto son categorías
antagonistas sino complementarias, muy a pesar de los falaces e insubstanciales
argumentos exhibidos por las filosofías e ideologías postmodernas
contemporáneas.
Precisamente, el auténtico progreso no olvida a la tradición, sino que acertadamente se apoya en ella. O expresado de otra forma: el verdadero espíritu de progreso,
que espontáneamente enarbola la juventud, posee la constante llamada a adquirir el protagonismo del momento presente, precisamente porque encuentra
en quién le ha antecedido
la experiencia para continuar la construcción de la sociedad en la que vive.
El anciano le entrega el testigo al joven para acabar
convirtiéndose en anciano. De igual manera, el progreso recoge de la tradición
sus aciertos y, también, sus errores precisamente
para engrandecer la sabiduría de la que ese mismo progreso
formará parte. Estas
premisas me conducen a afirmar que la perennidad de lo caduco resulta aquello que llamamos
propiamente juventud.
En definitiva, esta comunicación pretende mostrar que juventud y ancianidad no son estados de
vida enfrentados, sino más bien al contrario que se encuentran en sintonía. Así, el progreso y la tradición ‒representados por jóvenes y ancianos‒ poseen la capacidad de colaborar armónicamente por el bien común de la sociedad. Apelo a la valiente
generosidad de los jóvenes y a la prudente experiencia de los más mayores para que
puedan vivir afirmando: “nuestra tradición es el progreso” y, conjuntamente, “nuestro progreso se fundamenta en la tradición”. De esta manera, ante la
pregunta: “¿Tienes fe en los jóvenes?”, necesariamente no puedo sino responder: “¡Por supuesto!, ¿cómo no voy a creer en
la juventud?: es una razón propia de viejos!”.
En Madrid, en la Universidad San Pablo CEU, a 17 de enero de 2018.